Bambalinas

El se sienta en un dedal y espera a que me acomode. Luego, comienza a contarme su historia. Tras él, cientos de miniaturas aguardan pacientemente en fila india. Son las pequeñas gotas de agua las que conforman el mar... ********************************************************* He sits down in a thimble and waits to me. Then,he begins telling me his story. After him, hundreds of miniatures await patiently in row. They are the small drops of water which conform the sea..

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11/26/2005

Alejandro



Alejandro es vigilante de museo. Un hombre discreto, de mediana edad. Todos los días se levanta temprano para ir a la biblioteca, donde la gusta pasar parte de la jornada leyendo, unas veces libros de historia, otras novelas. Después de comer comienza su turno en el museo. Allí indica a los visitantes las normas de conducta y resuelve sus ocasionales dudas. Está orgulloso de los conocimientos de egiptología que ha adquirido en sus visitas a la biblioteca, y no duda en compartirlos con todo el que quiere escucharle. La sala I de egiptología, “mi sala”, como le gusta llamarle, es su tesoro, lo considera un poco propia. Trabaja en el Museo Arqueológico Nacional.
De entre todas las piezas de excepcional valor que vigila cada día, hay unas cuantas que le emocionan especialmente; el sarcófago de la reina Hastseput, esas momias anónimas de las vitrinas del fondo, la colección de joyería... Pero de todas ellas hay una, una que es especial para él. Ese busto grandioso, magnífico, algo despigmentado de la Reina de Egipto Tiy.
Está enamorado de ella, de la forma en que sólo un egiptólogo puede estarlo... y un poquito más. Durante las horas de menos afluencia de público, se sienta en un banco y estudia su cabello trenzado, su mirada altiva, sus pechos descubiertos. Su parte crítica decide que necesita una restauración. Su corazón se dedica a imaginar cómo sería el resto de su cuerpo, sus brazos, el tronco perfecto, de caderas estrechas; las piernas largas, torneadas, la piel lechosa. Sus dulces pies pintados, pequeños, a juego con sus manos. La mirada del busto le hipnotiza. Siempre llega alguien y le saca del trance, le obliga a alejarse, a disgusto, de su pequeña obsesión.
Como cada día sale del museo media hora después del cierre. Como cada día se despide de ella antes de apagar las luces de la sala dejándola sola, a oscuras. Le gustaría tanto llevarla consigo. Pero no puede ser, se resigna de nuevo y cierra las puertas que conectan la alarma del museo. Piensa, en que cuando llegue a casa, hará un boceto suyo. Se ha aficionado a pintar, es una forma de no perderla por las noches. Saluda a los compañeros y sale del museo a la naciente noche. Cruza la calle, cogerá el autobús en la parada de siempre. Hay algo especial en el ambiente, no sabe muy bien que es. Tiene la sensación de no haberse marchado de la sala, aún ve su cuerpo imaginado, perfecto.
Un claxon, pavorosamente cerca, destroza sus oídos. El impacto llena su cuerpo, un instante de dolor insoportable y desgarrador. Luego, la oscuridad.

Una voz susurra a su alrededor, dentro y fuera. “Alejandro...” Abre los ojos con dificultad, la luz le deslumbra. Unas manos suaves acarician su rostro, se prolongan en unos brazos perfectos, unos perfectos pechos... y ella. Su Reina de Egipto, su dama, está allí en todo su esplendor, centímetro a centímetro de piel nívea, la mirada dulce, los labios brillantes. A su alrededor, acogiéndolos, un lujoso palacio, profusamente decorado. Esclavos con abanicos, incluso un leopardo encadenado... y ella. No puede creerlo, se levanta del lecho en el que reposaba, ella se incorpora a su vez, arrebatadora en su belleza. Alejandro intenta decir algo, no le salen las palabras, ella sella su boca con un dedo, después con los labios. Se funden en un abrazo intenso, apasionado. Desearía beber de ella siempre, para siempre... Todo se desvanece en el abrazo, luego el abrazo mismo, convertido en oscuridad, se diluye en la nada.

- Hora de la muerte, 20:50. Lugar: Calle de Serrano, Madrid. Muy bien, llévale el certificado al juez. Pobre hombre, no se como pudo resistir tanto tiempo después del atropello. En fin, vámonos, ya no podemos hacer nada.
Cargan el cuerpo de Alejandro en el furgón judicial, envuelto en un negro sudario. La sirena se pierde en el cielo de la noche y mientras, en la sala I de egiptología, a oscuras, en soledad, alguien llora.


Alexander is a museum watchman. A discreet, middle-aged man. Every day rises early to go to the library, where he enjoyes spending part of the day reading history books and novels. His turn in the museum begins after lunch . There he indicates to the visitors the conduct norms and solves their occasional doubts. He is proud of the Egyptology knowledge he has acquired in his visits to the library, and nondoubt in sharing them with any one who wants to listen to him. Room I of Egyptology, "my room", as he likes to call it, is his treasure, considers a little own. He works in the National Archaeological Museum.
Of between all the pieces of exceptional value he watches every day, there are a few loved by him specially; the sarcophagus of queen Hastseput, those anonymous mummies of the display cabinets at the bottom, the collection of jewelry shop... But of all of them there is one, one that is special for him. That huge, magnificent bust, some peeled of Reina of Egypt Tiy.
He is enamored with her, the way only a Egyptology expert can be in... and just a little bit more. During the hours of less affluence of public, one feels in a bank and hestudies her braided hair, her arrogant glance, her discovered chests. His critical mind decides that she needs a restoration. His heart is dedicated to imagine how would be the rest of her body, her arms, the perfect trunk, of narrow hips; the long turned legs, the milky skin. Her sweet painted, small feet, a pair to her hands. The glance of the bust hypnotizes to him. Somebody always arrives and removes him from the trance, forces to move away to him, to misfortune of his small obsession.
As every day, leaves the museum half an hour after the closing. As every day, wabes to her before extinguishing the lights of the room leaving her alone in the dark. He would like so much to take her with him... But it cannot be, he resignes again and closes the doors which connect the alarm of the museum. He thinks, when he arrives home, in making a sketch of her. He has become fond of painting, that is a form of not losing her by nights. He greets the companions and leaves from the museum to the rising night. He'll cross the street and take the bus in the shutdown as always. There is something special in the atmosphere, does not know very well what it is. He has the sensation of not to have marched the room, still sees her imagined, perfect body.
A horn, dreadfully close, destroys his ears. The impact fills his body, a moment of unbearable and heartrendering pain. Soon, the dark.
A voice whispers around him, inside and outside. "Alexander..." He opens his eyes with difficulty, the light dazzles him. Smooth hands caress his face, extend in perfect arms, perfect chests... and she. His Queen of Egypt, his lady, is there in all her splendor, centimeter to centimeter of snowy skin, the sweet glance, the shining lips. Around them, welcoming them, a luxurious palace, profusely decorated. Slaves with fans, even a chained leopard... and she. He cannot believe it, rises of the bed in which he rested, she gets up herself as well, captivating in her beauty. Alexander tries to say something, no words come to him, she seals his mouth with a finger, later with her lips. They are burned on an intense, enthusiastic hug. He wishes to always drink of her, always... Everything vanishes in the hug, soon the same hug, turned the dark, is diluted in the anything.

- "Hour of the death, 20:50. Place: Street of Serrano, Madrid. Very well, take with you the certificate to the judge. Poor man, I don't Know how is posible he could resist so much time after the upsetting. Well, let's go now, we no longer can do nothing here". They load the body of Alexander in the judicial van, surrounded in a black shroud. The siren loses itself at night in the sky and while, in room I of Egyptology, in the dark, in solitude, somebody cries.

10/11/2005

Rainbow


Allí estaba yo, perdido en el desierto, en medio de un paisaje extraterrestre, rodeado por cactus y arbustos raquíticos. Tal vez no debería comenzar así, sino por el principio. El principio es que yo era en aquel entonces, finales de los años sesenta, el joven y prometedor hijo de un notario de provincias. Era todo lo que mi padre podía esperar, lo que me había convertido en alguien desconocido para mi mismo. Por eso me planteé tomar un año sabático, para viajar y conocer mundo antes de encerrarme para preparar la notaría, a lo que mi padre accedió sin demasiados impedimentos. No se por qué me dio por ir a Estados Unidos. A veces pienso que fue el destino, otras que fue Jane Fonda en Barbarella, probablemente una extraña mezcla de deseo y destino. Teniendo en cuenta que mis conocimientos de inglés eran más bien escasos y que la España de entonces estaba a años luz del mundo estadounidense, aquello se convirtió en una auténtica aventura. Tanto que acabé con mi coche de alquiler sin gasolina en una carretera de Los Ángeles. Ahora si puedo decirlo: ahí estaba yo, perdido en el desierto, con los jodidos cactus. El cadillac que tan presuntuosamente había alquilado, ese que me hacía sentir como el rey de la carretera, a mí, que lo más grande que había visto era el 1500 de mi padre, yacía varado en la cuneta, sin gasolina, inútil. Joder con el país del petróleo. En realidad era un país de locos. La música, la forma de vestir de la gente, hasta la forma de moverse eran extrañas para mí. La comida, ¡dios mío!, no comprendía como podían sobrevivir comiendo esas porquerías. Estuve allí unas cuantas horas sin que pasara ni un solo vehículo, y eso me dio tiempo más que suficiente para arrepentirme por mi estúpida idea del viaje por EEUU, incluso para añorar mi futuro como respetable notario de provincias.
Un sonido ronco, carraspeante, me sacó del ensimismamiento. A lo lejos, la silueta de un coche en la carretera. Sin pensarlo dos veces me planté en el centro de la calzada, saltando y gritando salvajemente. El coche se acercó reduciendo la velocidad. Era un wolkswagen, uno de esos escarabajo, que en España era puro lujo. Aquél era un auténtico cascajo. Decorado con extraños símbolos y garabatos multicolores, parecía el coche de un saltimbanqui. Cuando estaba a un par de metros se detuvo. En él dos muchachas, una blanca, otra de color, me miraban sorprendidas. Hablaron entre ellas, después bajaron despacio, sonriendo tímidamente. Sus voces me sonaron a pura gloria, saludé en mi inglés macarrónico y me acerqué a ellas, intentando explicar lo que sucedía. Ellas se esforzaban por comprenderme, hablaban continuamente, pero no llegamos a entendernos bien. Llegó un momento en que comenzaron a hablar entre susurros, ignorando mi intento de comunicación. Una de ellas me cogió de la mano y me sacó de la carretera mientras la otra aparcaba el renqueante escarabajo en el arcén. Comenzaron a sacar bártulos del coche, una manta multicolor, un bongo, una pandereta, bolsas de varios tamaños... No tenía ni idea de qué estaban preparando, pero tenía claro que se estaba haciendo de noche, así que no teníamos tiempo que perder. Cuando quise darme cuenta habían recogido unas rama de arbustos y tenían preparada una hoguera, junto a la que extendieron la manta. No salía de mi asombro, ¿es que pensaban pasar la noche allí? Intenté decirles algo, pero se limitaron a ignorarme, estaban ocupadas asando unas patatas que devoraríamos poco después, sentados en la manta. Llevaban cerveza, que compartimos. Aún recuerdo su sabor amargo y caliente. Se ponía el sol cuando liaron un cigarrillo que compartieron antes de ofrecerme una calada. Yo no había compartido un pitillo desde el colegio, pero acepté. Joder, era el tabaco más extraño que había probado en mi vida. Tosí, casi me atraganto. Pero la sensación era única, envolvente. Tomé otra calada, después se lo devolví a las chicas. Cerré los ojos dejándome llevar por la sensación. Podía haber pasado un segundo, o una hora, no lo se, el sonido rítmico del bongo rompió la noche. Era profundo, fuerte, surgía de la tierra, cruzaba mi interior. La pandereta se unió en creciente volumen, haciendo contrapunto, bailando ambos sonidos en un instante atemporal. Abrí los ojos y allí, bailando para mí, había dos diosas, una de ébano, la otra de marfil. Bailando para mí... torsos desnudos, cuerpos cubiertos de plumas y abalorios. Aquellos gloriosos vaqueros. Pieles tersas, perfectas en su imperfección, se combaban al ritmo que marcaban las manos. El fuego danzaba en ellas, atrapado, como yo, en su primitivo ritmo. Podía haber pasado horas mirando, escuchando, pero ellas no tenían intención de dejarme mirar, querían que me uniera. Yo no tenía ningún instrumento, pero no me hacía falta, ellas quisieron que tañera sus cuerpos al son de la música.
La enorme manta multicolor nos acogió en su seno, a los tres. Ya no hacía falta el profundo sonido del bongo, ni el dulce timbre de la pandereta, el ritmo estaba en nosotros, nacía de nuestros corazones, de nuestras almas, escapaba por manos, piel, boca... Lo invadió todo, cadencia, suavidad, tacto, placer, las sensaciones se entremezclaron de una forma que nunca había experimentado antes. Valles oscuros, cumbres claras, mi cuerpo, los suyos, caminos de piel, era todo uno... Los recuerdos se vuelven difusos, como el caleidoscopio de un sueño, cambiante y distinto. Agotado, caí en los brazos de Morfeo mientras descansaba entre los de mis diosas.Desperté al alba, tiritando. Cuando fui capaz de abrir los ojos, comprobé que estaba solo. No había rastro de las chicas, ni del wolkswagen, solo me acompañaba mi inútil cadillac. Solo, desnudo, con una resaca descomunal...y tumbado en una manta multicolor

10/02/2005

Black Witch


Sólo era un intervalo de tiempo, el lapso entre dos latidos, un parpadeo destellante. Al mismo tiempo tenía una importancia vital y absoluta, clave para la existencia de ambos mundos y la mía propia, pues el tiempo no puede existir si se interrumpe a sí mismo. En ese momento mínimo y definitivo, debía ser roca en la tierra, aliento en el aire, corriente en el mar, danza del fuego. Ése era mi cometido, para eso había nacido. Yo era la Bruja Negra, Gran Dama del Ritual, responsable de que el mundo siguiera girando, de mantener el beneplácito de los dioses antiguos, de que la vida de mi pueblo siguiera su curso a lo largo del río de la existencia.

No era fácil, nunca había sido fácil para mí. Había renunciado a tantas cosas... todo por aquel momento crucial, por ese ambicioso intento de acercar la humanidad a los dioses. Nunca tuve una familia, no en el sentido en el que las jóvenes que crecieron conmigo conocieron. No hubo hijos, ni esposo, ni tierra que cultivar. A cambio tuve los pocos lujos que esta tierra puede dar, suntuosas vestiduras, alimentos seleccionados, las mejores pieles, una gran casa donde vivir mi soledad... Los campeones de los hombres y las más bellas mujeres calentaban mi lecho cuando lo requería, pero nunca de forma permanente, eso no estaba permitido, no importaba cuales fueran mis sentimientos. La Bruja Negra, la Dama del Ritual no puede tener afectos ni ataduras terrenales. Las esposas de los jefes peinaban mi cabello, trenzándolo día tras día para que fuera digno de la presencia divina. Las jóvenes vírgenes untaban mi cuerpo con aceites perfumados día tras día, todo era poco para mí, la que intercedía con los dioses oscuros, guardianes de la noche.

Todo empezó el día de mi mayoría de edad. Era la fiesta que toda muchacha desea, el día en el que se decidirá su destino. Mis padres prepararon la comida preceptiva, los rituales a los dioses de la luz se realizaron al mediodía, todos danzamos y comimos hasta el anochecer. Entonces llegó ella, la Dama del Ritual, la Bruja Negra. Salió de las cortinas de la noche, acercándose al Fuego de la Danza con la precaución de la loba y la elegancia de la pantera. Era una mujer madura, hermosa como la misma noche que la protegía. Sus negras vestiduras, las mismas que yo heredaría, flotaban a su alrededor movidas por una brisa inexistente. El silencio era absoluto, nadie hablaba, nadie se movía. Era el momento de realizar los rituales a los dioses de la oscuridad, de la noche, de la muerte, todo lo que la Bruja representaba. Me señaló sin dudar, haciendo un gesto inequívoco de que me acercara a ella. Mis piernas temblaban, sentí como el sudor corría por mi espalda enfriándose rápidamente en el aire de la noche. Primero fueron sus ojos, recorrieron mi cuerpo en un escrutinio profundo, horadando hasta el fondo de mi alma. Eran dos carbones ardientes, profundos, terriblemente sabios. Después sus manos, que llegarían a resultarme tan familiares, investigaron sin pudor mi tembloroso cuerpo. Suaves, sólo recuerdo su suavidad, manos cuidadas, que nunca empuñaron una herramienta ni un arma que no fuera un cuchillo de sacrificios. Arrancó sin miramientos la túnica que me cubría, dejándome expuesta frente a todos, lanzándola al fuego con un grito ensordecedor. Sentí como todo temblaba a mi alrededor, el universo se onduló como una charca golpeada por un tremendo guijarro. Murió el grito en el fondo de su garganta, en un sonido gutural y profundo. La tensión se palpaba entre nosotras, nadie respiraba, el tiempo se había detenido. “Eres tú...” me dijo. Y con eso me separó de mis padres y selló mi destino.

Fui entrenada por ella para ser su sucesora. Me enseñó las artes de la noche, la sabiduría de los muertos, el poder de la oscuridad, la forma de adorar a las tres divinidades para que me imbuyeran de su poder. También me enseñó las obligaciones de la Bruja Negra, la soledad, el poder por encima de la condición humana. Fue mi maestra del placer, del dolor, del éxtasis y de la miseria. Y cuando llegó el momento del ritual máximo, el momento para el que ella llevaba toda la vida preparándose, para el que me había entrenado durante cinco largos años, me desveló el secreto del Ritual.

Y así fue como armada con la daga de la noche, en la quinta luna nueva del quinto año de mi entrenamiento, acabé con la vida de mi predecesora, la Bruja Negra. Pagamos así ambas el precio del poder, el precio de la protección de la oscuridad, cumplió así con el cometido de su vida. Desvestí su cuerpo inerte con el mismo amor con el que ella desvistiera el mío tantas veces. Lo lavé, lo quemé en el fuego de la noche, todo lo hice sola, acompañada por la oscuridad y la muerte. Poco antes del alba me presenté en el poblado vestida con los ropajes que ella llevara antes que yo. Nadie hizo preguntas, nadie dijo nada, no se pregunta a la oscuridad por su esencia, no se pide explicaciones a la muerte, nadie se enfrenta a la noche...

Así que bajo esta luna nueva yo me enfrento a mi destino. Debo ser
roca en la tierra, aliento en el aire, corriente en el mar, danza del fuego. Me arrodillo en el altar de la oscuridad, frente a la luna de sangre que lo corona. Le pido a la noche sabiduría para mi pueblo, a la oscuridad protección y a la muerte clemencia. Los dioses me escuchan, soy la Dama del Ritual, la Bruja Negra, mi vida se ha dedicado a ellos, los dioses me acompañan, ahora lo sé, puedo sentirlos. Frente a mí, la que será la nueva Dama, con la luna Negra, nueva, pura en su oscuridad. Mi pupila, mi sierva, ahora será mi verdugo. Me mira, hay lágrimas en sus ojos, como las hubo en los míos. Pero no duda, ninguna de las dos podemos permitírnoslo. Los ardientes filos de la oscuridad penetran en mi interior, me desgarran. La noche me inunda, me invade, la muerte me recoge. He cumplido mi destino. Dioses, soy la Dama del Ritual, la Bruja Negra, acogedme en vuestra oscuridad.